miércoles, 18 de septiembre de 2013

La Encartada (basado en una leyenda astur)

En los últimos días de la Vardulia, en los tiempos en que Castilla comenzaba a ser referida como Castilla, tierra de frontera, de libertad y de sangre como pocas han existido a lo largo de las Eras; justo durante aquel siglo IX vestido con delicados ropajes tejidos de negro olvido y blanco satén, cuando Abderramán II convirtió a Córdoba en el rico galán que pretendía la perdición de la Esposa de Cristo; fue que sucedió lo que cantan los viejos trovos que todavía resuenan en los solitarios recodos donde el viento hace tirabuzones con los ambarinos pétalos de los alhelíes... Sucedió y aún sucede el prodigio en las claras noches de llena luna para espanto y maravilla de los extraviados viajeros que osan hollar la espesura de los montes que acompañan al arroyo de Miranda.

Miranda. Miranda era una doncella de diecisiete primaveras, hermosa y tocada por la gracia de encandilar a cuantos tenían la fortuna de conocerla. De dorados cabellos, parecían los rayos del sol acariciando el claro azul de la mar que tenía en su mirada. Todos los mozos de las cercanías la buscaban y la envidia hacía presa en los labios de las mujeres que cantaban...

“De mi alma se llevó el mozo,
en banquete buscaba bocado
mala mujer que ha hechizado,
a aquel que ansiaba mi gozo.”

Y su fama se iba acrecentando por toda aquella comarca a la par que su belleza, que no se ponía el sol sin que los suyos se preguntasen quien era esa que se acostaba más deslumbrante de lo que se había levantado, acaso porque entre tinieblas la luz es más cegadora.

Una mañana se cruzó con el señor de Verantraz, dueño de aquellas tierras, montado en su oscuro corcel y ataviado con todo lo que demostraba, a aquel que lo quisiese ver, su posición de ilustre y esclarecido vasallo del rey de Asturias. Miranda, que venía de recoger unas flores del campo, quedó arrebatada por el donaire y gallardía que lucía el noble con la insolencia de la juventud, seguido de un escudero que portaba sus armas e impedimenta. Ella se hizo a un lado del camino respetuosamente, aguardando impaciente que el caballero cruzase sus ojos con los de ella para que el amor pudiese lanzar sus dardos sobre su corazón. Pero no. Pasó junto a Miranda sin detenerse, como si no estuviese allí.

Sintió como sus entrañas se inflamaban de pasión y se juró que habría de verle arrodillado suplicándole su amor, el mismo que buscaban con ahínco los muchachos que ella despreciaba cizañándoles entre ellos para que tuviesen reyerta por sus atenciones, lo que le causaba reservado y discreto júbilo.

No había misa ni festejo señalado en la que Miranda no estuviese presente sin que se prestase a las más sutiles industrias para alcanzarle, para hablarle, para enseñarle el esplendor de sus atractivos, que eran numerosos y notables; sin embargo y a pesar de la reputación del señor, cuyos devaneos en la Corte eran conocidos, él no mostraba menor atisbo de interés por ella. Como quien lee bajo la luminosidad de la luna sin reparar en el astro que la proyecta. Nada.

Enfurecida por la indiferencia del noble, se propuso llegar a la morada de una bruja para adquirir algún filtro, un bebedizo que rindiese al altivo vasallo del rey y le pusiera a sus pies. Nadie deseaba tratar con la hechicera, que habitaba una retirada casa en la vieja calzada romana que subía a las escarchadas montañas del norte. Circulaban extrañas historias acerca de ella y se contaban con voz queda, temerosa, como si fuese capaz de escuchar en la distancia. Unos decían que ya estaba allí antes de que llegasen las legiones de Octavio; otros, que las nieves, los vientos, los calores y las tormentas seguían sus dictados y caprichos. Miranda, resuelta, se armó de valor y se dirigió a su encuentro. Lo que fuera por convertirse en dulce vaina de carne para tan briosa espada, y que “su” caballero amaneciese en sus brazos camino del altar.

Salió casi de madrugada, cuando la coronilla del sol apenas se anunciaba por los inabarcables, deshabitados y frondosos bosques del sureste, que llegaban hasta Toledo, donde se ocultaban esas criaturas que se alimentaban de desventurados buhoneros; y hacían su hogar bandidos y enigmáticos ermitaños que hablaban con Dios, y con el demonio también, sobre la Eternidad. Cosas de la Hispania que innumerables leyendas y rumores protagonizó en las bulliciosas plazas y calles de la que fue, no tanto ha, inexpugnable capital de un imperio cuyo recuerdo no existía más que en el devoto interior de los monasterios. Tuvo especial cuidado en no tropezarse con nadie y su presuroso andar delataba que su corazón quería caminar más aprisa que ella.

Apareció ante sí, como por arte de magia, tras sortear unas peñas. Una villa, pequeña, semejante a las que había visto en ruinas en otros parajes. Golpeó el recio batiente con todo el vigor que le fue posible reunir. La casa no tenía aspecto de estar abandonada, incluso había creído percibir el inconfundible aroma de la leña arrojada al fuego, pues el otoño ya venía galopando sobre su alfombra de colorida hojarasca y agua fresca. Alguien abrió la puerta.

Era una mujer joven, no mucho mayor que era. De suaves facciones y ojos brumosos, con un largo pelo oscuro que le caía en pequeñas y cuidadas trenzas por toda la espalda. No llevaba tocado. Ignoraba si se trataba de una muchacha de la servidumbre o, simplemente, se había confundido. Aunque no tenía conocimiento de ninguna otra casa en las proximidades.

-         No te has equivocado. Me buscas a mí, - le dijo como si supiese lo que se preguntaba a sí misma mientras le sonreía misteriosamente – Soy Letezbel y vivo aquí. Pasa a mi humilde residencia.


Miranda contempló un salón ricamente decorado, con sedas de Oriente y brocados de Bizancio, pero no era este el motivo de su sorpresa por mucho que fuera la vez primera que veía tanto lustre.

-         ¿Cómo puedes saber...?
-         La brisa de la alborada – le interrumpió – me trae las pesadillas de la madrugada. Así que tú eres Miranda, la que se ha encaprichado del muy noble y esforzado señor de Verantraz...

La doncella se ruborizó y bajó la vista sin reparar en el sarcasmo que asomaba en las últimas palabras de Letezbel. No había confiado a nadie su secreto, sin duda que su interlocutora era la bruja que buscaba. Esta la examinó pormenorizadamente mientras asentía a su propio cavilar. 

- ¡Voto al Sublevado Ángel, que si no has sido concebida por la Lujuria, la Lujuria sí que te ha concebido como su blasón! Eres una hembra digna del rey, aún más, incluso diría que del emir de Córdoba, del propio Papa, o...

Letezbel detuvo su entusiasta relación en seco, mientras un relámpago rasgó la niebla gris que tenía por color de ojos...

-         ¿O? – Preguntó Miranda con renovado valor. – He venido aquí, parece que ya lo sabes, porque deseo ser la esposa del señor de Verantraz.
-         Sí, ya lo sé... – Respondió la jorguina. – Y es una lástima.
-         ¿Por qué dices eso? No hay nada que ansíe más que compartir lecho y mesa con él.
-         Lo digo porque podrías aspirar a servir a señor más dadivoso en sus mercedes con los que le son leales... Alguien que te cubriría de todo aquello cuanto puedes imaginar y desear a cambio de bien poco.
-         ¡Todo cuanto puedo imaginar y desear es que él sea mío...! – Replicó encolerizada. - Y de nadie más. Si puedes ayudarme seguiremos hablando, y si no, marcharé por donde he venido.

La joven bruja escrutó el grado de decisión de la doncella, clavando sus ojos en los suyos, como espesa boira que se desliza sobre la mar.

-   ¿Tanto le amas? – Inquirió Letezbel. – Veo demasiado galardón para tan poco propósito.
-         Le amo con todas mis fuerzas, daría mi alma para que mi cuerpo sea predio donde germine su simiente.
-         Ya. Despecho, amor. Tanto me da. – Concluyó displicentemente mientras se levantaba para salir de la sala. – Muy bien. Espera aquí.
-         Entonces, - la impaciencia se apoderaba de su ánimo - ¿me ayudarás o no?
-         Si te vas no te ayudaré. – Sentenció. – He dicho que aguardes.

El tiempo tiene la censurable costumbre de frenar su marcial paso cuando se espera algo o se desespera por un sufrimiento. Más despacio cuanto mayor es nuestro anhelo de que llegue el fin, el objeto o el sujeto, de nuestro deseo. Miranda no quería que los suyos la echasen en falta y se preocupasen, más que nada para no tener que contestar a preguntas embarazosas. En esas reflexiones andaba cuando se asustó: Letezbel estaba justo detrás de ella y no había sentido que volviese a la estancia.

-         No te he oído... ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-         En realidad... Creo que siempre he estado aquí. Como siempre estaré.
-         No comprendo lo que afirmas...
-         No hablo para que me comprendas. Sólo si me conviene. – Abrió la palma de su mano y le enseñó una diminuta redoma que contenía un líquido de color miel. – Escucha con atención: Esta noche busca un cauce de agua... Río, arroyo, manantial, da igual, encuentralo... Cuando la luna llena de hoy esté en lo más alto del firmamento, ábrela y bebe hasta la última gota de esta pócima. Después, mete en esta vasija – le entregó un pequeño cuenco de barro cocido – el agua del río que tenga el reflejo de la luna llena. 
-         ¿Y después?
-       ¡Oh!, no te preocupes, sólo tendrás que esperar un poco. Y no se te ocurra rezar ni un solo Padrenuestro, ¿oíste? Ni uno solo desde este momento.
-         Sí, así lo haré... Esperar... ¿A qué tengo que esperar?
-    Al Prodigio... – Afirmó remarcando cada sonido de la palabra. – Algo que superará todas tus esperanzas.
-    Bien. – Miranda sintió como la satisfacción anidaba en su pecho. - ¿Cuánto he de pagarte?
-    Me pagarás, descuida, - comenzó a reír a carcajadas - ahora vete con presteza y recuerda todo lo que te he indicado.

Miranda recorrió sus pasos en sentido inverso. No se percató de que el silencio sepulcral marcaba el compás de su airoso andar, quizás por el agitado palpitar que pretendía despuntar, como sol en el horizonte,  por el valle que formaban sus soberbios pechos para pregonar que conseguiría al hombre de sus sueños.

Sueños. Delgada es la línea que marca la frontera entre la angustia y el regocijo, y el despertar no trae alguacil que ponga orden. Miranda albergaba un punto de desasosiego, su femenina intuición le aconsejaba que olvidase todo aquello, que sería víctima de un terrible engaño, pero las tenaces llamas del deseo habían prendido en su alma e incendiaban cada átomo de su ser, consumiéndola en el personal infierno que padecen los enamorados.

El sol se recostó por el occidente y la noche, serena y quieta, era anunciada por su fiel heraldo, el Lucero de la Tarde, que no desperdiciaba la ocasión de expresar sus anhelos de ser como la refulgente estrella que se había escondido bajo las olas del impenetrable océano, como el ángel que desafió al Señor. Ya las tinieblas se habían enseñoreado del mundo; dejando la casa recogida y en silencio, fue en busca de un arroyo que cerca había, de límpidas y cantarinas aguas, que parecían llamarla por su nombre.

El plateado satélite bañaba todo con su equívoca luz, brillando más la oscuridad que la delirante lumbre que destellaba cada objeto que se hallaba expuesto a su caprichoso toque. Era el instante. Extrajo el tapón de la redoma y se bebió de un trago el líquido contenido. Sabía un poco amargo y ácido, pero no había retorno. Acto seguido, localiza el reflejo de la luna sobre el agua y recoge agua de ese preciso punto.


El tiempo. Ciertamente que es ese familiar desconocido que siempre está junto a nosotros pero del que apenas sabemos nada, como un embaucador profesional que te va sacando los cuartos, o los días, hasta que te deja sin ninguno. Dicen que se puede observar las noches de plenilunio, cerca del río Carrión, en el instante en que la luna impera sobre los cielos sin mayor luz que le haga sombra. Una hermosísima joven está recogiendo su reflejo del agua, estática, quizás extática también, aguardando el Postrero de los Días porque...

Ni a Dios ni al diablo quiso escuchar,
sortilegio, por amor, urdió sin dudar.
Un segundo que último ha de pasar
que el Señor, la primera va a Juzgar...

Encartada está, que está encantada,
con la luna llega y la luna se la lleva,
no hay doncella que fuera más bella,
orgullosa Miranda de marina mirada.

FIN