viernes, 11 de diciembre de 2009

Apocalíptica - El crimen de la calle Canarias (Capítulo I)

Es como una copa del más puro y frágil cristal. Hasta hace muy poco el ser humano convivía con la idea de la muerte, con la certeza de que podía sorprenderle en cualquier traspié del azar. Un accidente con alguna herramienta, una infeliz saeta en batalla, un alimento tóxico, un mal parto o una invernal madrugada desarropada y se acabó. Llegar a viejo era un lujo y los que lo hacían eran admirados hasta la veneración: un tesoro vivo de experiencia y conocimientos. Ahora cualquiera que tenga un poco de suerte puede alcanzar avanzada edad… y el respeto reverencial se ha perdido, acaso como fruto de ser lo habitual. Tan usual como para no pensar en ello. La muerte se asoma a nuestras vidas para aterrarnos, pero sólo esporádicamente porque siempre es otro el que se va sin alforjas. Y cuando le toca a uno… ya no puede informar a los que se quedaron, salvo en excepciones que la altanera ciencia no es capaz de explicar, siquiera de estudiar, quizás por ese miedo cerval a la última frontera. La que es infranqueable estando vivo, únicamente muerto y para no regresar.

A la inspectora Pereda no le gustan los maniquíes, y rehuye los escaparates porque aquellos le recuerdan los asesinatos que ha tenido que investigar. Esa quietud, ese rechazo al contemplar un pecho estático sin ritmo alguno de respiración, ni trepidar de corazón, como algo apartado de la lógica más cabal. Pero esa es la característica de los difuntos: su inquietante semejanza con un muñeco, lejos del aliento de la vida. Lejos el alma que sintió, padeció, gozó en esa carne. El anagrama sincopado “caro data vermibus” (N. del A. “carne dada a los gusanos”), del que procede el término “cadáver” según aprendió cuando hacía el bachillerato, era un macabro juego de sílabas. Significaba que esa carcasa física que había pasado por este mundo terminaría siendo alimento de un pequeño invertebrado, sin mayor consideración ni análisis. Sólo se puede estar seguro de que hoy se vive, pero el mañana no es más que una quebradiza y endeble promesa tras la que se puede esconder un oblongo cajón forrado de tafetán o satén. Al gusto… es mera presunción.

El crimen. ¿Qué empuja a una persona a acabar con la vida de la otra? ¿A desear y consumar para otro lo que le horroriza para sí? Pereda no tenía una fe a toda prueba precisamente por todo lo que había tenido que ver a lo largo de los años que llevaba de servicio como policía. Esa crueldad irracional y salvaje. Bastaba un segundo para segar una existencia y condenar la otra... Sí, también había conocido psicópatas que estaban al margen de la acción de la ley y de los remordimientos de su conciencia, pero esos individuos no eran los más abundantes, y hay muchas formas de consumirse en los infiernos. Luego estaba la pérdida de su marido, hacía relativamente poco, aunque para ella el dolor era tan insoportable como si lo hubiese sufrido el día anterior. Viuda y con dos hijos en el preámbulo de la difícil adolescencia. ¿Dios? Sí, en algún sitio, pero mirando hacia otro lado, impasible ante el clamor que el padecimiento humano elevaba a lo Alto. Impasible ante tanto Caín suelto…

A menudo se despertaba de madrugada, alargaba el brazo hacia el otro lado de la cama, para cerciorarse de que el cáncer fulminante que lo enterró había sido una agobiante pesadilla… pero no. La enfermedad se lo llevó dejándola en una interminable noche sin luna, en la que el sol no es más que un recuerdo de lejanos y felices días al borde de la mar. Se reincorporó al servicio presionando a su psiquiatra, que consideraba que la depresión no es buena amiga cuando se tratan armas y delincuentes. Sólo buscaba un motivo para levantarse cada día, en aquellas semanas los niños estuvieron con sus abuelos… y ella a solas, andando a gatas por el fondo de sus lágrimas, dialogando con la oscuridad por si su esposo aún anduviese por la casa, tan desolada como un cascarón desvencijado. Tan desolada como ella misma.

“Hombre, blanco, de 53 años, vendedor de libros en un puesto de la Cuesta de Moyano, domiciliado en la calle de Canarias de Madrid. Hallado muerto con visibles muestras de violencia que hacen pensar en un crimen, a la espera de los resultados de la autopsia”… A veces leía sus informes y se preguntaba la razón de que le pareciesen tan estúpidos. Aparece un desdichado atado a su cama, castrado, eviscerado, con la cabeza machacada y todavía había que esperar a la necropsia. Cosas del Procedimiento. Y no tenían nada de nada, ninguna pista a excepción de un testigo aficionado a pasear su perro bajo la lluvia mientras cotillea quien entra y sale y con quien se entra y se sale. “Este trabajo sería imposible sin ellos”, pensaba mientras apuraba un pitillo en el portal y los compañeros hacían su labor arriba junto al juez. También estaba el elegante caballero que había venido antes, el ex-militar a quien había tomado el pelo llamándole “007” porque se había identificado con la acreditación de una organización dedicada a la “inteligencia”… aunque tenía claro que se había callado algo, lo cierto es que le había llamado la atención, y eso era más de lo que podía decir de los hombres con los que se había topado desde que salió parcialmente de su “duelo”. Sabía que nunca lo abandonaría del todo. Hay costurones que no se cierran jamás, igual que un miembro amputado no vuelve a crecer. Entonces, ¿qué podría reemplazar al hombre de su vida, con el que había concebido a sus dos maravillosos hijos? La respuesta era “nadie”…

Vio pasar el cajón plateado de los servicios judiciales, las gotas de la lluvia se estrellaban una tras otra, como si no resignasen a la pérdida, como si pretendiesen despertar al finado con su repiqueteo y devolverle el aliento arrancado. Pero ello sería imposible. La tierra no volvería a escuchar sus pasos, ni sus palabras, ni habría más amaneceres para él. Se acabó. Para siempre.

Habló de formalidades legales con el juez y dio las instrucciones a sus subordinados. Antes de que precintasen el lugar de los hechos, sintió el impulso de volver a inspeccionarlo: su intuición no le fallaba y estaba más a gusto sin la presencia del cuerpo de la víctima, cuyo silencio atronador le impedía concentrarse en otros detalles.

El contraste. La escena de un crimen siempre presenta cierto grado de desorden. Este no. Salvo el dormitorio, todo estaba extrañamente limpio; si en una casa eso es lo normal (también en mayor o menor grado, según el carácter de sus moradores), allí era llamativo. No confiaba en hallar algo que se le hubiera pasado a la gente de su equipo, sino encontrar “algo” que estuviese relacionado, tangencialmente, de momento tenía esa frase, “écrasez l’infâme” escrita en la pared por el presunto asesino, con la sangre del asesinado. La caligrafía pierde sus particularidades personales en trazos grandes, pero era curioso que la frase la tuviera impecable, de escribiente antiguo, con sus líneas, tildes y adornos, como si el que la hubiera plasmado no se permitiese salir de los cánones ni siquiera en medio de un crimen.

Se disponía a marcharse cuando un gran estruendo quebró la quietud del piso. Un libro se había caído de una estantería al suelo, quedando abierto por donde tenía una señal. Era un Evangelio Apócrifo en latín, el de Bartolomé, tenía subrayada una parte, “Vae mihi, quia per mulierem multos decepi et ego ipse a virgine deceptus sum et catenis igneis vinctus et religatus sum per filius virginis et male ardeo! O virginitas quae semper contraria! Adhuc septem millia annis non venerunt et quomodo gannatus sum ut ea confiterer quae dixi?”, que anotó lamentando no haber sido más aplicada con el latín. La casualidad ha sido fecunda aliada del Hombre y ella no iba a permanecer impasible ante lo que podría ser un guiño de la Providencia. Era posible que le fuera útil. Sopesó llamar al caballero que había conocido por la tarde con ese pretexto, pero desechó la idea: hombres “así” no suelen estar “disponibles”. Se avergonzó de que la frivolidad le distrajese de su trabajo. Llamó a sus padres para preguntar si se portaban bien los niños. Ya estaban acostumbrados a pernoctar en casa de los abuelos, pero no toleraba que su labor, estando de servicio, le hurtase una simple llamada de móvil. Luego fue a malcenar algo, se pasaría por su despacho y mientras cavilaría sobre el caso. Bajo la lluvia. Le encanta la fresca humedad del agua, el olor a tierra mojada que le recuerda la fragante piel de su esposo cuando hacían el amor, lo que añora sentir la vitalidad de su hombría colmando con su amor hasta el último rincón de sus entrañas. Tenía la sensación de que iba a ser una noche larga…

La inspectora Pereda tiene en mucha estima a su instinto. Hay cosas que el entendimiento no entiende pero que son accesibles desde la intuición cuando se renuncia a conocer su naturaleza, sólo aprehenderlas si no es posible “aprenderlas”. Le parece hilarante la soberbia del Hombre, que toma las interrogantes del Universo como desafíos que hay que despejar por fuerza cuando puede que nos esté vedado por alguna razón que se nos escapa. No todos pueden todo, ni todo está ahí para explicarlo. Porque puede que sea peligroso.

Había estado buscando en Internet la frasecita. Se atribuía a Voltaire, un poco obsesivo el personaje, que encabezaba sus cartas con ella. Si estuviese vivo le visitaría para interrogarle, pero tenía coartada: murió en 1778. Obsesión… sí, lo que la “Enciclopedia” tuvo hacia el Cristianismo. Los d’Alembert, Diderot, Rousseau, Condillac, Turgot, entre otros, que hicieron de la Fe blanco de sus invectivas por contemplarla como un escollo que el progreso de la Humanidad tendría que sortear. “Progreso”. Ella sí que da fe, por constarle, de un “progreso” incontestable: el de la crueldad, el de un absoluto desprecio por la vida, del que no se salvaban niños, ancianos o embarazadas. Estas últimas le suponían dolor añadido por haber sido madre y porque no podía aceptar que el vientre de una mujer pudiera llegar a ser féretro de carne. Realmente una de las razones que le llevó a la Policía fue la de combatir el delito bajo cualquier envoltorio. Tanto le conmovieron las circunstancias del horroroso asesinato de Sharon Tate que no lo dudó aunque sucediese antes de que naciera: ella sería policía, porque tenía que haber un contrapeso para tanto espanto, para tanto dolor, para tanta injusticia, para tanta sangre. Incluso a costa de la suya.

A esas horas ya debería de estar a punto de acabar la autopsia. Se dirigió al Instituto Anatómico-Forense para recoger el informe y echarle un vistazo, aunque eso podían hacerlo por correo electrónico. Ella quería hablar con el facultativo a pesar de la furiosa tormenta que estaba descargando sobre Madrid. Hay cosas que sólo se pueden ver en los ojos de las personas y no en un frío documento membretado con formato din-a-4. Le franquearon el paso hasta llegar a la sala, donde el médico estaba despidiendo a los auxiliares. Le conocía desde hacía años, una persona íntegra, doctor vocacional que se quitaría la vida antes que violar su juramento hipocrático. Debía de andar cerca de los sesenta, pero aparentaba más, siempre parapetado tras los cristales de sus gafas. Después de los saludos de rigor, Pereda dio por acabado el cuartel.

- ¿Algo que nos pueda ayudar en la investigación?
- No – contestó mientras se secaba las manos - Nada que no se te haya escapado. La precisión de las incisiones indica un grado de conocimientos anatómicos que está por encima de cualquier persona. Sin duda es alguien que si no es médico poco le falta. Aunque suene a humor macabro tengo que decir que el desgraciado ya venía con media necropsia hecha. No creo que los estudios microscópicos y los demás análisis arrojen luz a este “sindiós”…
- ¿Por qué usas esa palabra?
- Porque no veo a Dios en nada de esto, por mucho que digan que está en todos lados.
- Ya – añadió Pereda con indiferencia - ¿Cuál fue la causa de la muerte?
- Te parecen pocas… – señaló el cuerpo tendido en la mesa – Ya sé que te refieres a la principal, era por seguir con el humor negro… Si no fuera gracias a eso, creo que nos volveríamos locos con lo que tenemos que ver… En fin, fue la herida inciso-contusa; vamos, el golpe en la cabeza, región occipital, la causa de la defunción. ¿No tenéis el arma del crimen?
- No. No tenemos nada más que…
- ¿Qué? – la miró por encima de sus gafas, que tenía en la punta de su nariz – Porque es imposible que acarreasen el madero sin que nadie lo viese o sintiese.
- ¿Cómo? ¿Un madero dices?
- Sí, un madero pero no como vosotros – ella le censuró con los ojos – Vale, dejamos los juegos de palabras también… Mira – sacó unas fotografías de un cajón – esto es un cráneo abierto por un bate de béisbol… este lo ha sido por un palo normal y corriente. Este grado de lesiones – se acercó a lo que quedaba de la cabeza – sólo puede haber sido posible con un madero… y alguien con una fuerza extraordinaria para manejarlo. He encontrado esquirlas de “Cupressus sempervirens”, “ciprés” para los amigos, por lo que el arma tiene que presentar rastros del impacto. La víctima se hallaba tumbada, en decúbito supino, cuando lo recibió…
- Eso es imposible, – Pereda le interrumpió - no pudo haber espacio para la trayectoria del impacto, estaba el cabecero de la cama y la pared. Cuando se golpea, el objeto contundente describe un arco hasta la superficie del blanco, arco que le sirve para “armarse” cogiendo potencia… Lo recibió estando acostado sobre la cama, todo lo que lo rodea da testimonio de ello, pero…
- Podía tener la cabeza ladeada, ¿era grande el dormitorio?
- ¿Qué envergadura tendría ese “madero”?
- Vaya, nos sale la vena gallega, ¿eh?... – la policía volvió a fulminarle con la mirada – Bien, entendido, tampoco se aceptan chascarrillos sobre tópicos regionales… Es complicado aventurarlo, un poco más de dos metros de longitud, unos 90 kilos, en torno a veinte centímetros de diámetro, esto sí te lo puedo asegurar a ciencia cierta.
- No puede ser. O te equivocas, o esto es un disparate sin pies, ni cabeza… y no hagas chistes sobre “cabezas”, que te veo venir.
- Que los Cielos me libren, doña Seriedad en persona. Lo peor es que eso no es todo. Estaba drogado con una sustancia que no he logrado identificar… un estimulante sexual presumo, aunque no le veo sentido aparente a la castración…
- ¿Una droga sintética?
- No, de sintética nada, pero nunca la había visto. Todo lo he puesto en el informe preliminar, hasta lo de las “garras”…

La sorpresa se dibujó en el semblante de la inspectora, en su versión mayúscula. Percatándose el forense, continuó…

- En la piel de las piernas y de los brazos hay marcas de “garras”. Y en las cavidades interiores. O bien el asesino que buscas tiene un peculiar sentido del humor y del despiste, o estás buscando algo que no pertenece al género humano.
- ¿Qué me estás contando? – negó con la cabeza – Esto es un homicidio, no una película de terror de serie “B”.
- Un homicidio es motivo de terror, ¿no te parece?, además hay películas muy buenas de ese tipo, no seas despectiva… por cierto, a ti te gustaba la literatura de Poe, ¿me equivoco?
- Sí, pero no capto lo que tiene que ver…
- En “Los crímenes de la calle Morgue” el asesino es un primate. Narra unos hechos anclados en lo verosímil por exclusión de lo sobrenatural pero…
- Tus “peros” son más reveladores que tus premisas, dispara…
- Pues que supongo que puedo decir que ninguno de los dos descarta acontecimientos sobrenaturales, a tenor de los sucesos que a veces hemos presenciado o comprobado por sus consecuencias… Ten cuidado inspectora, no estás ante un asesinato vulgar y corriente, porque hay un último detalle que te va a encantar…
- Me revienta la “originalidad” en este trabajo, a ver, sorpréndeme.
- La víctima tenía escrito algo en la espalda. Lo hicieron con un cuchillo muy afilado. Era normal que no lo vieséis, con tanta sangre yo tampoco lo he visto claramente hasta que lo he limpiado…
- ¿Qué es? – le preguntó con ansiedad - ¿qué dice?
- “Ap. 523”.
- “Ap. 523”… puede ser un apartado de correos. Pero ¿de donde?....
- Difiero agente. Algo me dice que no es “ap” de “apartado”, sino “Ap” de “Apocalipsis”, señalando específicamente un capítulo y unos versículos…
- ¿Cuál es su contenido?

El interminable coro de gotas de lluvia alzaba su monótono cántico en medio de la madrugada. El médico, serenamente, se guardó las gafas en el estuche, enfiló la puerta de la sala mientras cogía suavemente del codo a la inspectora, echó la llave tras ellos, suspiró y repuso…

- Eso te lo dejo a ti. A mi no me dice nada, pero a tu sagacidad seguro que sí. Toma esta tarjeta, es de un profesor, puede que te ayude con cosas de libros, autores, citas y otros acertijos. Jugamos al ajedrez por correo electrónico, sólo le he ganado una vez, el muy desconsiderado. Insisto en que mires por donde caminas. He visto demasiados cadáveres para saber sobradamente que este no es uno más. Cuídate...

La inspectora Pereda regresó lo más rápido que pudo a su despacho. Pidió un ejemplar de la Biblia y se zambulló en las líneas del “Apocalipsis”. El capítulo referido era el quinto, ese libro sólo contiene 22. Versículos dos y tres, este capítulo llega hasta el catorce, quedando descartado que se tratase de un eventual versículo “23”… y leyó, en voz alta para intentar comprender mejor el contenido:

“Vi un ángel poderoso que exclamaba con voz potente: ¿Quién es digno de abrir el libro y de romper los sellos? Y nadie, ni en el Cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra podía abrir el libro y leerlo.”

Lo repitió una y otra vez, pero a excepción de la profesión del asesinado, no extraía conclusión alguna… salvo que hubiera un libro por medio.

Una de las prerrogativas que tienen los superiores en una cadena de mando es que pueden prescindir de llamar a las puertas de los despachos de sus subordinados. Es como si la educación más elemental prescribiese. Están capacitados para hablarte aunque estés en medio de una conversación telefónica o para reclamarte mientras realizas otras tareas, que nunca serán tan importantes como acudir a su llamada.

Era Laredo. Su superior. Un policía de cincuenta y pocos años, bien relacionado y mejor casado, que disponía de amistades entre los políticos de la izquierda. Pese a la irrupción estaba particularmente de buenas, se sentó al otro lado de la mesa, frente a Pereda; le preguntó por los niños; qué buena es la familia; vaya tiempo de perros pero hace falta el agua; sí, además que sí; qué cosas tiene el “cambio climático”, ¿verdad?; “sí, es muy extraño que llueva en noviembre sobre Madrid”, replicó con aire zumbón la inspectora; “menudo pastel el de esta tarde…”

- Quizás es por eso por lo que estás leyendo el “Nuevo Testamento”…
- No, exactamente, pero todo puede tener relación aunque no la percibamos conscientemente.
- Precisamente de ello quería hablarte, ¿te apetece un café? – hizo una seña a través de la ventana del despacho para que se lo trajesen – cada vez soy más entusiasta del “agua sucia”…
- No, gracias, es muy amable. – respondió sin perder la inexpresividad de su rostro – Dígame, pues…
- Caray, un crimen terrible. Pobre hombre. Hoy es arriesgado meterse en la cama con según quien. En fin, he estado leyendo lo que nos has traído, que hay que tener ganas para recogerlo personalmente habiendo faxes y correos electrónicos y… bueno, también he hablado con los mandamases y se ha decidido que la investigación van a acometerla otros.
- ¿Otros? – inquirió Pereda – Es muy irregular, se sale del Protocolo. ¿Por qué nos relevan? ¿Quiénes son esos “otros”?
- Eso no nos incumbe… y es mejor así. Es un caso muy extraño, se sale de lo que ordinariamente manejamos. Tampoco usaría la palabra “relevar”, suena muy tajante. Yo hablaría de “ceder”… Sí, “cedemos voluntariamente” la investigación a “instancias” más “cualificadas”.
- ¿Está insinuando que nosotros no somos competentes?
- No, claro que no. Tanto tú como tu gente sois unos “máquinas”, bueno excepto el que se ha puesto malo al ver el pastel – se carcajeó – hay que ver…
- El agente López es un policía intachable y a lo largo de estos años le he visto arriesgar su vida por compañeros y ciudadanos que se hallaban en situación de riesgo. Respecto al “pastel” le puedo decir que no era de gusto. Por mucho que vea las fotografías no se puede hacer una idea, ni siquiera aproximada. En ellas no se puede oler nada, por ejemplo. Un distanciamiento muy aséptico.
- No, no me malinterpretes – titubeó Laredo mientras pensaba que la inspectora debería tener el periodo, y que si no obedecía por las buenas, lo haría por las malas – Cualquiera se puede poner indispuesto… Créeme, lo comprendo… y yo quiero que tú comprendas que las órdenes están para acatarlas. No dudo de vuestra capacidad, pero se me ha ordenado que no sigáis adelante. ¿El porqué? No es asunto vuestro y yo no voy a preguntarlo. Es lo que hay y punto… - Apuró la taza - Hmmm, muy bueno el café. Siempre es un placer cambiar impresiones contigo, Pereda, si necesitas algo estaré en mi despacho, y si no, llámame al móvil…

Se levantó y salió. “Llámame al móvil”. Se acordó de la nota que le había dado el forense. Marcó el móvil, no esperó que fueran a descolgar, dejó un mensaje en el buzón de voz disculpándose por la hora en que telefoneaba y previniéndole de que iba a visitarle por la mañana, al lugar donde imparte sus clases, para consultarle unas cosas…

La novela continúa en http://www.lulu.com/spotlight/NevernetLancaster, formando parte de "Cuentos y Romancines", disponible como ebook o como soporte impreso.